El destino a puerta cerrada

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Luis J. L. Chigo


Abril 14, 2020

Sudamos no por la tensión de estar encerrados, restregando las espaldas en las sillas después de haber barrido la habitación o lavado la ropa. Tampoco por mi preocupante tosecita que hace cuestionarnos si el médico dio un diagnóstico correcto. Pero han pasado ya 10 días de medicamento y podemos –o al menos así lo exteriorizamos– estar tranquilos. La convivencia no se ha roto porque ahora sólo somos tres en el departamento y la pandemia nos da cachetadas de serenidad: si no mantenemos la cordura, esto se volverá una dinámica para desactivar una bomba a contrarreloj.

Suena exagerado pero, a pesar de quejarnos de lo incesante de las jornadas laborales, estar en casa tantos días puede llegar a ser perjudicial. Imaginen al padre saliendo a las 5 de la mañana para trabajar y llegando casi 12 horas después; o al estudiante en travesía por la ciudad para llegar a CU; la ama de casa todo el día sola.

Esos son los habitantes de mi colonia. Lo sé porque, a las 6 de la mañana, cuando el aire frío comienza a corroerme la cara mientras meto doble llave al zaguán, ellos también se enfilan, enfundados en chamarras y bufandas, ocultando con secrecía la vida, a las paradas de camiones y metrobús; jalan mochilas donde parecieran llevar generadores de luz o arrastran niños llorando, niños rogando que el día se termine de una vez.

De poner más atención al desastre de levantarse todos los días, con probabilidad seríamos capaces de escuchar el concierto de cerraduras. La cuarentena nos ha vuelto presos de la libertad de estar con los nuestros, íntimamente necesitamos la sonata de las pequeñas llaves titiritando.

La periferia nos tiene deparados destinos nada exorbitantes. Muchos apenas se han desplazado unos cuantos metros de su origen: viven a pasos de distancia de sus familias, ya tienen hijos, cuando juega el Puebla se emborrachan o pasan más de ocho horas en Parque Industrial. No lo digo con desdén, para eso nacimos. Tan normal es la eternidad de estos lugares –edificios blancos, herencia de moral poblana inmune al tiempo–, que no caben las preguntas ontológicas por excelencia.

Dos de la mañana. El sueño no me hace ni cosquillas. De abrir las cortinas las ventanas de la Cerrada Camelias lucirían encendidas, estoy seguro, pero me contengo. A la periferia no sólo le faltan mejores calles sino también sentido bio-lógico común. El tan ansiado sueño ya ni siquiera posee categoría primordial en mi existencia de confinamiento. Sin pedirlo, llega a mí una respuesta existencial.

La vida de Mamá dio un vuelco completo un semestre antes de terminar el bachillerato. Tomaba sus maletas todos los domingos por la tarde y abordaba el camión rumbo a Tlacotalpan, en 1985. Sus 17 años de vida se reducían a Catemaco, a los brujos estafadores y a las mojarras. Pero todos los domingos no sólo empacaba algunos materiales y mudas de ropa; también la moral de la familia, amenazas enormes de que allá afuera la vida la iba a devorar si no era buena mujer y persona. En ese orden.

Nunca fue a la procesión de la Virgen de la Candelaria sobre el río Papaloapan, ni conoció la casa donde nació Agustín Lara. Mucho menos las toreadas. Mamá conocía muchos caminos pero recorría apenas dos o tres a diario. En uno de estas caminatas, con la tarde avanzando sobre la vernácula ciudad, pintando las calles de ese azul tropical nostálgico y con los olores de la hojarasca quemándose en el patio de alguna casa, logró ver al profesor de Física con una alumna suya, compañera de ella, sentados en un café.

¡Aguas! –advertía su hermano, graduado de electromecánica de la misma escuela–, aguas con reprobar con ese wey, échale ganas, se las cobra caro. Ignoro si fue necedad o si de verdad Física fue una materia de horror para Mamá, pero el 5 en el examen no auguraba nada bueno. Y así fue; frente al ventilador del cubículo del profesor heredero del arte de Galileo, junto a otras dos compañeras suyas, el docente les proponía irse al Puerto a tomar una taza de café mientras su mirada se paseaba, con nulo temor a ser sorprendido, sobre las piernas de sus alumnas. Mamá se negó, sus amigas también. El docente respondía con una sonrisa.

Piénsenlo y luego me dicen.

Ni una cosa ni la otra. La materia siempre se abría con el mismo profesor, la negociación era, en consecuencia, la misma. Un semestre antes de terminar su carrera técnica, Física le impidió continuar. No hizo el último intento, sencillamente se fue. Quizá por ello –concluye– muchas de las chavas que íbamos de otros lugares terminamos desertando. Casi ninguna mujer se graduó del CBTIS 35 por la misma causa. No habían escogido la academia por un llamado romántico exigiéndoles cumplir con un mandamiento del corazón, sino para tener economía sin varones de por medio. Mamá regresó a Catemaco, conoció a Papá mientras trabajaba en el mercado y se casaron dos años después. Es a lo que está condenada una mujer sin estudios, remata.

La periferia nos acoge a todos por igual. En sus entrañas nos devora. Cuando está terminando de contar esta historia, en el edificio 83 de la Cerrada la música de banda nos anuncia que por una cosa u otra hoy no vamos a dormir. A las dos de la mañana, en medio de una ciudad moribunda donde la única recomendación es ser ajenos a la vida pública –única cura, como a los perritos cuando los duermen–, a mis vecinos se les ocurre festejar la valentía. Cantan, gritan, ríen.


Pienso: estoy aquí porque a un maestro le vino a bien acosar a Mamá hasta dejarla sin oportunidades académicas. Estoy aquí porque a Papá la abuela le dijo, a sus 11 años, que ya no le podía dar más estudios –pero esa es otra historia para otro espacio. No para martirizarme, al hombre de mochila industrial le importa poco cuando me empuja contra la masa silenciosa de la Línea 1 para alcanzar lugar. ¿Por qué está él ahí?

Siento que mi origen en la periferia no es muy distante que la de los vecinos, incluidos los capataces de la fiesta del edificio 83. Y aún con ello, ¿qué historias hay detrás de las caras somnolientas que, hasta hace unas tres semanas, cerraban sus cerrojos con sincronía de obreros?

Luis J. L. Chigo (@NoSoyChigo)

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