En tiempos de pandemia: Despierta, Señor, ¿por qué duermes?

  • URL copiada al portapapeles

¿Dónde estaba Dios en esos días?

 ¿Por qué permaneció callado?

¿Cómo pudo tolerar este exceso de

destrucción, este triunfo del mal?

 

Benedicto XVI

Auschwitz-Birkenau,

domingo 28 de mayo de 2006

 

En los tiempos de las pandemias, de las guerras, sequías, hambrunas; los momentos más complicados de la humanidad en los que solamente se ven las tinieblas y el miedo, siempre se hace la pregunta: ¿dónde está Dios? La última vez que nuevamente se puso de manifiesto esa interrogante fue una vez que se tuvo conocimiento de los campos de concentración de los nazis, que se conformaron, en parte, para aplicar el exterminio judío y a lo que se le denominó como: “la solución final”; pues la primera de las soluciones para expulsar a los judíos de Europa era enviarlos a la isla africana de Madagascar, lo cual era imposible operativamente; otra opción era enviarlos a Siberia, territorio ruso. Por ello, al exterminio judío se le denominó como “la solución final”. Ahora bien, la justificación —a decir de la historia universal— fue que A. Hitler, para la conformación de los campos de concentración y el exterminio de los judíos, razonó bajo la frase: “¿quién recuerda el exterminio armenio?”. Esto, debido a que en los últimos años de la segunda década del siglo XX, los denominados “jóvenes turcos”, que estaban conformando ese país, causaron la muerte de tres millones de armenios. Un genocidio que nunca fue juzgado ni, menos aún, se enjuiciaron a los responsables. Es más, a la fecha, Turquía niega su responsabilidad como nación. Por ello, el exterminio de los judíos se podía justificar —a decir del general alemán—, porque nadie los iba a juzgar, menos aún, recriminar; sobre todo porque, en la mente del nazismo se asumía que ese régimen iba a durar, por lo menos, cien años. Por ello, no había posibilidad alguna de ser recriminados.

Debido a todos los sucesos que se presentaron en el exterminio de los judíos (hasta seis millones para algunos historiadores o tres millones para otros, del total de cuarenta a cincuenta millones de muertos en la segunda guerra mundial), volvió a la cabeza de miles de ciudadanos del mundo, nuevamente, la sentencia: “despierta, Señor, ¿por qué duermes?” del Salmo 44. Precisamente, porque parecía que, con tanta maldad en esos centros de concentración, Dios se había olvidado de la especie humana, a causa de ese genocidio —palabra que nació después de la segunda guerra mundial— que se presentó en el siglo XX. Posteriormente a la derrota de los alemanes, en mayo de 1945, se pudo descubrir una serie de atrocidades que daban razón a hacerse esa pregunta. Por ejemplo, se descubrió el intercambio de correspondencia del campo de concentración de Auschwitz con empresas farmacéuticas: “Le estaríamos muy agradecidos, caballeros, si pusieran a nuestra disposición cierta cantidad de mujeres con vistas a unos experimentos que deseamos hacer con un nuevo narcótico […]. El precio de 200 marcos por mujer nos parece exagerado. No podemos dar más de ciento setenta marcos por cabeza” (Intercambio de correspondencia entre Bayer y la Comandancia de Auschwitz, Archivos proceso de Nurember No. 7148). Por todo ello, uno de los presos en estos campos de concentración que pudo salir vivo, el italiano Primo Levy, exclamó una sentencia lapidaria de esos tiempos y de su vivencia: “si existe Auschwitz, no existe Dios”.

El 28 de mayo de 2006, en su visita a lo que fue el campo de concentración de Auschwitz, Benedicto XVI sostuvo: “En un lugar como este se queda uno sin palabras; en el fondo sólo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios: ¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto? […] este silencio se transforma en petición de perdón y reconciliación, hecha en voz alta, un grito al Dios vivo para que no vuelva a permitir jamás algo semejante”.

Hoy, con lo que está sucediendo en todo el mundo: con esta pandemia y los miles de contagiados, enfermos y muertos, está aflorando nuevamente esta pregunta de la misma forma lapidaria. El Papa Francisco convocó a todo el mundo, sin importar el credo o religión, y sostuvo: “ser feliz no es tener una vida perfecta. Sino usar las lágrimas para regar la tolerancia. Usar las pérdidas para refinar la paciencia. Usar las fallas para esculpir la serenidad”.

  • URL copiada al portapapeles