Rastros de Tinta

Reorganización familiar, momento de protesta y reflexión

Por Edna Rodríguez Salas

No tiene mucho tiempo que la mayoría de las mujeres se quedaban en casa a cuidar a sus hijos, mientras sus maridos salían a trabajar para ganar el sustento de su familia; claro, había otras maneras y otras situaciones familiares, pero más o menos ésa era la forma básica de organización económica de muchas familias trabajadoras.

No hace mucho, tampoco, era posible conseguir un trabajo más o menos decente con preparación mínima de primaria, después de secundaria, y así; por supuesto, había quienes obtenían un grado universitario y con eso adquirían ciertas ventajas en relación con los más pobres, ya que estos últimos debían de trabajar lo antes posible.

Había familias pobres que reconocían la importancia de que sus hijos siguieran estudiando y, cuando se podía, los padres hacían un sacrificio aún mayor para que los suyos pudieran seguir en la escuela. Por supuesto, cuando estas familias tenían muchos hijos y no podían sacrificarse por todos, lo hacían al menos por uno, por el varón. Nadie lo cuestionaba, ya que en ese contexto la lógica de sostener a una familia tenía una razón de peso, tal como lo tenía el que la mujer aprendiese, en primer lugar, a cocinar. Ambos sexos se preparaban para la vida futura, en familia, en matrimonio.

De ese modo, no sería difícil sostener que todo era visto como un sacrificio, sacrificio para las mujeres que, incluso preparadas, con carrera universitaria, entre otras cosas, al tener hijos terminaban en el encierro, primero amamantando, después cocinando y luego el resto del día ocupándose de la casa, porque… ¿podrían los varones ganar un centavo si ellas no se encargaran de sus respectivos hogares? Todo muestra que no.

Por otro lado, también era un sacrificio de los varones realizar actividades monótonas en su puesto de trabajo, las mismas y repetidas acciones que harían por años y, si les iba bien, podían aspirar a una jubilación, o a una pensión si sufrían un accidente laboral, cediendo su puesto, pasado tal periodo, a las siguientes generaciones; algo que ahora es casi impensable.

Hoy, a la mayoría los reemplazan antes de tiempo —¿antigüedad?, ¿qué es eso?-, pues la empresa considera que es mejor tener un nuevo trabajador —como cambiar un tornillo por otro—todo con tal de evitarse algunos gastos.

Además, todo sigue dentro del marco de la ley y tan natural como sucede en muchas partes del mundo. Por supuesto, la empresa no es una máquina autónoma que toma decisiones por su cuenta racionalizando hasta el último centavo, sino que hay personas que están detrás, velando por sus intereses por encima de lo que sea; de lo contrario, la empresa quiebra y eso no le conviene a nadie.

Y es que si los empresarios “no se ponen las pilas” (en otras palabras, si no se deshumanizan), al cabo quiebran; mientras que, para seguir en la competencia, deben tener mucho trabajo acumulado… lo que cada vez es una posibilidad de pocos.

Por eso la competencia entre un puñado de grandes empresarios no es nada, comparada con la competencia entre la masa de trabajadores que, cada vez en periodos más cortos, se hace más intensa, deprimiendo en última instancia la tasa salarial. Y en ese contexto, más bien, es que las mujeres, hoy en día, tienen que insertarse a este sistema económico, un sistema que las expulsa de sus casas, justo en este momento de evolución tan avanzado en violencia, en el que los trabajadores en general compiten entre sí por un puesto.

A las mujeres se les exprime cuando consiguen un trabajo, y se les reemplaza en el corto plazo sin distinción de sexo o de edad. Por eso, ellas tienen que entrarle al juego, no por mérito propio, sino porque el ingreso de los jefes de familia ya no alcanza para sostener a toda la prole.

Ése es el modus económico que ha obligado a las mujeres a salir de sus casas. También ha expulsado de sus hogares y de sus escuelas a los hijos, a los menores de edad, que tienen que trabajar con sus familias.

También hay que añadir el contexto cultural que nos precede, el mismo que envuelve a las mujeres y a las niñas, poniéndolas en desventaja. No hablemos de tiempos inmemoriales; tan sólo la forma básica de organización familiar de hace unas décadas consolidó la costumbre de establecer roles bien definidos por sexo, lo que, con el peso del tiempo, los naturalizó, convirtiéndolos en privilegios para los varones.

Así, mientras la sociedad va cambiando, los varones en su mayoría siguen siendo educados por sus madres con miras a que no cooperen en las actividades domésticas del hogar, algo totalmente desfasado de la realidad, porque ahora los dos, la nueva pareja, tienen que generar ingresos, ahora los dos tienen que salir de casa, y ahora los dos tienen que resolver la organización doméstica, más si se tienen hijos, ya que la crianza y la atención para con ellos es fundamental.

Pero esto no está del todo resuelto todavía, ya que, repito, culturalmente la mujer sigue en desventaja. Por un lado, porque cada vez el trabajo fuera de casa le demanda más tiempo; y por el otro, porque se le enciman las tareas domésticas.

En buena parte, los maridos ya están bastante naturalizados con dar por hecho que esas labores no les corresponden, menos aún la crianza y la educación de sus hijos (así piensan los padres ausentes).

Tanto se ha naturalizado esto, que incluso el mal comportamiento de los hijos en la escuela se asume que es por la falta de atención de la madre, y nada más. Pero, nos guste o no, también buena parte del conflicto se debe a que, en esta nueva fase, como en cualquier transición, el status quo comienza a removerse, y las mujeres, en su nuevo rol, se están replanteando su sexualidad y su vida en su totalidad.

Es un momento de protesta, pero también de reflexión, en el que, a) o se toma distancia de los hombres que no hacen conciencia de que esos roles del pasado son eso, privilegios a costa de las mujeres, violentando nuestra integridad y, por lo tanto, es mejor procurarlos lejos y aislados; b) o se comiencen a tomar decisiones en las que nuestras acciones y propósitos, en ese sentido, sean desnaturalizar los viejos esquemas, dando paso a otros que integren desde distintos ámbitos a los varones, con especial empeño en el seno familiar, con los hijos y los maridos, de manera que juntos –no separados– mujeres y hombres aprendamos a colaborar y cooperar en las labores domésticas, tal como las mujeres han tenido que hacerlo fuera de casa, e incluyendo al marido, si es el caso, en lo que no es exclusivo de la madre; O c), realizar ambas cosas.

Si se trata de plantear una perspectiva más amplia. Hoy las mujeres tendremos que jugar un rol más crítico, y mejor aún, más autocrítico, para parar ya por la violencia que día a día nos autoejercemos al seguir excluyendo a los varones de sus responsabilidades.

No es necesario, ni tampoco sano, lograr el bien familiar a expensas de las mujeres, como tampoco podemos pasar por la vida, hombres y mujeres, sin cuestionar el sistema económico que expone a muchos a una vida miserable y extenuante, en la que el tiempo de calidad para la familia y la comunidad está siendo atropellado como si esto fuese algo natural y perpetuo.

 


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