La migración centroamericana es el castigo a Norteamérica

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La violencia es natural a la dictadura,

que con ella gobierna sin tolerar

 la más mínima oposición

José Pablo Feinmann

Como buenas naciones de Centroamérica, viven con el yugo permanente de los intereses de Estados Unidos de América, con la vigilancia inquebrantable de sus economías, de sus actividades políticas. El quehacer de sus ciudadanos es controlado por un sistema mundial, que, desde luego, incrementó su capacidad por medio de la tecnología de la comunicación y se volvió único, es decir, hegemónico, desde la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989.

Basta con dar una lectura a la historia que se ha sucedido en los últimos tiempos respecto de los hechos presentados en Centroamérica, para poder visualizar el control de los Estados Unidos de América en el recién finalizado siglo XX. Historia que, desde luego, en México es desconocida o que se sabe indirectamente, a veces con algunos periódicos serios y comprometidos; historias que, con las noticias digitales y electrónicas, se olvidan, bajo la propuesta de que siempre hay que ver hacia el norte y nunca hacia el sur.

Las historias centroamericanas son la respuesta a esas caravanas de migrantes, desafortunadamente, de cientos de personas sumidas en la pobreza y la desesperación. Una caravana a la que la actual ciudadanía norteamericana le tiene pavor y no quiere que llegue a introducirse en las tierras yanquis. Por ello, penosamente, aquel gobierno ha utilizado al mexicano (ese que se tilda de izquierda) para proteger sus fronteras —desde luego que algo no suena bien— de la incursión de estos ciudadanos del mundo que llegan con la esperanza de buscar un lugar mejor que sus naciones centroamericanas, esas que han quedado destrozadas por causa de los intereses políticos y económicos norteamericanos.

Basta con observar lo que ha pasado en los últimos ochenta años en los países de Centroamérica. A saber: la invasión militar en Panamá y, de paso, en la isla caribeña de Granada por el ejército norteamericano, que ha dejado ciudades desamparadas, como es el caso de Colón en Panamá, con el pretexto de derrocar el gobierno de Noriega; o de la misma Granada, que quedó arruinada después de la invasión en los tiempos de la presidencia de Ronald Reagan bajo el plan denominado “Furia urgente” y que —a decir de Noam Chomsky—, esa ínsula se ha convertido en un centro de tráfico de drogas permanente, desde luego controlado por el gobierno yanqui (CHOMSKY, Noam, Lo que realmente quiere el tío Sam, Ciudad de México, Siglo XXI Editores, 1994).

La consecuencia de las guerras civiles auspiciadas por el gobierno norteamericano en El Salvador y Nicaragua es la pobreza en aquellos países: no debe perderse de vista que hoy se considera que El Salvador y Haití son los países más pobres de América. Paradójicamente, Haití comparte esta isla caribeña con Santo Domingo, en donde se encuentra uno de los centros turísticos más exclusivos de esa región y donde reciben a turistas europeos y, desde luego, norteamericanos.

El exterminio de los pueblos de origen en Guatemala, por indicaciones de los intereses de las empresas bananeras norteamericanas, que han puesto y depuesto presidentes en ese país, ha causado una guerra de más de cincuenta años y la muerte de miles de mujeres y hombres para poder controlar las tierras de esa nación, ideal para la siembra de banana, además de que está libre de huracanes y problemas de ese tipo; todo lo cual permite mantener la producción constante en el campo guatematelco, que alguna vez fue de aquellos pueblos originarios. Y así nos encontramos con el golpe de Estado en Honduras para deponer al presidente, o el uso de tierras de Costa Rica para poner centros militares o para explotar sus tierras.

Todos son ejemplos claros de ese control total que ha tenido Estados Unidos de América a lo largo de los últimos años en esa región. Un control que no ha sido solamente político, económico y militar, sino también jurídico. Los sistemas jurídicos de estas naciones se han modificado constantemente, para permitir toda una serie de atrocidades e injusticias. También es un control cultural, pues estas poblaciones cada día han perdido más su identidad, sus propias tradiciones, y desde luego y principalmente, su dignidad.

Por ello, la poca esperanza con que cuentan aquellos, que como simples seres humanos no aspiran más que a no morir en los próximos días o las próximas horas, es a ejercer el derecho humano de la migración; ese que hoy el gobierno mexicano les impide a toda costa por instrucciones “yanquis”, y por esta nueva concepción de la soberanía que estamos viviendo en el siglo XXI, la cual impide que lleguen en masa esos migrantes a Estados Unidos de América. No obstante, pese a que no llagan en masa, por lo menos muchos sí alcanzan a llegar por goteo. Una migración que, en todo caso, se ha convertido en el castigo que se ha ganado la población consumista e indiferente de Estados Unidos de América.

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