Antofagasta

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Invitada


Diciembre 28, 2019

POR Laura C. Rosales

Y aquí, frente al agua, pienso en Antofagasta.

Hace tiempo me hice de un libro de recetas: La cocina de Valeska, 1957. Hallé una postal oculta entre las páginas.

Anaís:

Me encuentro bien. El derrumbe me ha tocado lejos, pero no hay nuevas de Pascal. Te escribo más cuando tenga noticias. Por ahora te digo que te extraño y que abajo, en la mina, tu recuerdo cae como brisa fresca. Anaís acá en mi frente, Anaís acá en mi espalda. Cuando vuelva a la costa desnuda, quiero que me quites el sabor a sal y a fierro de los labios con los tuyos. Escríbeme y promételo.

Tuyo, Santiago

Sellos de Antofagasta, Chile. 1964. No sé por qué pienso en eso y por qué lo hago en este momento, en este lugar.

Memorias robadas. Si lo pienso a rastras, hasta llegar a lo más profundo de la honestidad, todas mis memorias son robadas. Pero no importará mientras flote; la no-importancia es el propósito de flotar.

Entro al agua y de inmediato pienso en mineros picando las piedras que, al igual que los hombres, sudan sal y sangran hierro. Brazada y golpe, brazada y golpe, hierro y sal. Ni una mina a mil kilómetros a la redonda y, sin embargo, estoy abajo. Contengo el aire, se ahoga el ruido, sé que estoy abajo. Sin esperarlo y sin haber posado piel ni vista en ella nunca, extraño tanto la desnuda costa de Antofagasta.

Es sólo un momento abajo, adentro, que mi voluntad no hace durar. Ahora soy un cuerpo reposando sobre agua artificial, bajo luz artificial y que, a ojos cerrados, flota en la mar. Otra vez, aquí de nuevo, siempre así. No sé si los otros que vienen cada noche también jueguen a estar en otro sitio, a ser algo más. Un nadador olímpico en el carril número tres, tal vez. Un salvavidas en el cinco, siempre practicando en la zona fuera de mi profundidad. Esta noche se parece a las anteriores y las anteriores se parecen a las que vendrán.

Desde el carril seis, alguien pregunta si estoy bien. Alzo la mirada y veo a un hombre; me toma un segundo asimilar que no es un habitual. Estoy bien, pero no lo digo. Pregunta si sólo vengo a la piscina a flotar y respondo que sí, pero sin decir nada. Él sonríe, digo nada. Nada de ida y de regreso, él nada bien. Yo no nado, sólo me abandono.

El vaivén de los otros produce ondas en el agua que me ubican, poco a poco, a la mitad del carril. Pienso en el minero Santiago, en que me gustaría saber si Anaís respondió a su postal y si lo hizo con una promesa. Nunca sabré si ella lo esperó para arrancarle, beso a beso, los vestigios que la mina le sembró en el cuerpo. No lo creo. Aquí flotando, no lo creo. Mi cabeza rellena los vacíos sin remedio y me convenzo de que, de haberlo esperado, ella habría conservado la postal, pero Santiago fue olvidado junto con sus letras en aquel libro de recetas. Su derrumbe me ha tocado lejos y aquí, tan lejos y a la deriva, sollozo por la lejana Antofagasta.

El hombre vuelve a acercarse y, de nuevo, pregunta si estoy bien. No lo digo, pero no. Esta tristeza también es robada, pero el no saber y el no entender siempre me han pertenecido. Traicionada por el impulso, lo abrazo. Sé que los otros nos miran, puedo sentir que las ondas en el agua cesan de golpe. Lo abrazo y me abraza como si fuese la única cosa natural por hacer en este mundo, en esta vida. Es cierto que la mar hace íntimos a los extraños, le digo al salir de la piscina. Él sonríe y luego, nada. Nos encontramos en el estacionamiento y nada más se dice mientras las luces del camino se diluyen a kilómetros por parpadeo, arrastrándonos al sur del descubrimiento y a lo profundo de lo incierto, muy dentro. Con cada silencio, más adentro.

El propósito de flotar es la no-importancia, le explico, y el hombre besa mis párpados. Quebrados están el tiempo y su pelo, la mar en la que ahora me sumerjo. Su boca me sabe a sal y a hierro: el sabor a mina es ahora, también, sabor a deseo. Imagino que es posible flotar sobre las sábanas y es así como esto no importa, tal como no importa si Anaís respondió o esperó o amó siquiera. El tiempo brota y sobre el tiempo se flota. Salgo de la cama para sentarme en el suelo y junto a la ventana, espero por Antofagasta.

El hombre se sienta a mi lado, soy yo quien habla esta vez. Me acerco a su oído, lo descubro de entre su cabello y pregunto su nombre en voz baja. Él dice nada, él sólo nada. Tomo su rostro, sereno y transparente, entre mis manos.

Bajo estas ruinas, tu presencia me cae como brisa fresca. Antofagasta acá en mi frente, Antofagasta acá en mi espalda. Si es que vuelves a mi costa desnuda, te quitaré el sabor a sal y a fierro de los labios con los míos. Te lo prometo.

Lo sentido sobrevive al silencio porque, si se ama bajo tierra y a contracorriente, no hacen falta las respuestas. Me levanto del suelo y del sueño y, apenas vestida, salgo de la habitación. Puedo escucharlo suspirar al cerrar la puerta y el suspiro suena, por momentos, a los picos y las palas, a los ecos de las piedras fragmentadas. El hombre quebrado al que sólo veré de nuevo en una memoria que hoy se siente fresca y que después, quizás, se sentirá robada.

Dormito en el bus por la mañana. Estoy en Antofagasta.

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