AfghanistanPapers: indiferencia frente a las revelaciones sobre la guerra más larga de EU

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Barthélémy MICHALON


Diciembre 21, 2019

En su artículo “En guerra contra la verdad” publicado el 9 de diciembre, The Washington Post reveló la brecha entre la información que se da a conocer sobre el actual conflicto bélico en Afganistán y la situación real sobre el terreno. También designados como AfghanistanPapers, en referencia a los PentagonPapers que evidenciaron fallas similares en la guerra de Vietnam en los setentas, estos documentos provienen de una inspectoría creada en 2008 y encargada de monitorear las acciones y los gastos ligados a la presencia estadounidense en Afganistán.

En buena parte, la información recabada por este organismo consiste en entrevistas con militares y administrativos de alto rango que asumieron responsabilidades en el país asiático. Dicha información no tenía vocación de volverse pública, pero el Washington Post lo logró, después de tres años de batalla ante los tribunales en nombre del derecho de acceso a la información.

La publicación de este artículo permitió sacar a la luz datos de la mayor relevancia, en especial el hecho de que, después de derrocar al gobierno talibán a finales de 2001 en respuesta a los atentados del 11 de septiembre, el alto mando militar ya no tenía idea de quiénes eran los bad guys contra los cuales las operaciones tenían que llevarse a cabo.

Desde aquel entonces y hasta la fecha, los elementos combatientes estadounidenses –y sus aliados internacionales– han llevado una guerra ignorando contra quién exactamente estaba dirigida. Además, se señala que la evolución de la situación bélica fue descrita al público de una manera que resaltaba o exageraba los éxitos de manera sistemática, al mismo tiempo que los fracasos estaban minimizados o, más cínicamente todavía, planteados de una manera que los hicieran parecer victorias.

Como resultado, durante años la imagen de una campaña militar exitosa estuvo tapando la realidad de una guerra que la nación más poderosa del mundo estaba perdiendo. Asimismo, se evidencia una tendencia a realizar gastos de forma descontrolada, en contraste con los recortes presupuestarios en otros ámbitos de la acción pública en el plano doméstico.

Para entender el alcance de estas revelaciones, es necesario tener presente el contexto más amplio de la guerra de Afganistán: con 18 años —y contando—, se trata del enfrentamiento militar más duradero en la historia de la primera potencia mundial. A lo largo de este periodo, más de 750 mil soldados estadounidenses fueron desplegados, de los cuales más de 20 mil fueron lesionados y 2 400 perdieron la vida, un número comparable a las poco menos de 3 000 víctimas mortales causadas por el derrumbe de las Torres Gemelas. A estos datos hay que sumarles las decenas de miles de muertes del lado afgano, tanto combatientes como civiles. Todo ello por un gasto acumulado que se acerca peligrosamente al millón de millones de dólares, línea que será rebasada en cuestión de meses.

Varias observaciones se desprenden de esta noticia.

Primero, la vaguedad de los objetivos, la inadecuación de los medios para alcanzarlos y el despilfarro de vidas y de dinero se han perpetuado de una administración presidencial a la siguiente: empezó bajo Bush hijo, continuó en el gobierno de Obama y sigue vigente bajo Trump. Cosa rara: en este caso no se puede acusar a este último de haber hecho las cosas peor que sus antecesores, sino que se conformó con mantener de pie esta absurda “estrategia” en Afganistán. Lo cual muestra que este grave disfuncionamiento no es propio de una persona o de un partido, sino que sus raíces son mucho más profundas.

Segundo, este gasto descontrolado fue no solamente autorizado sino, como lo resaltaron cientos de los entrevistados, alentado por el Congreso de Estados Unidos. Lo cual enriqueció a los proveedores de armas y servicios para el ejército, lo que deja pensar que fueron altamente eficaces en su actividad de lobbying con los miembros del Capitolio. Un millón de millones de dólares es una cantidad colosal, cuyo uso pudo haber sido mucho más provechoso, por ejemplo para mejorar los servicios de salud, la educación, la infraestructura o la implementación de un plan de transición hacia energías más respetuosas del medio ambiente. Es lo que se llama un “costo de oportunidad”: no solamente se gastó en grande, sino que este gasto tomó el lugar de programas, existentes o potenciales, que hubieran tenido un impacto real en materia de bienestar humano. En lugar de ello, estos montos fueron asignados a unas operaciones militares sin sentido.

Tercero: estas operaciones no solamente fallaron en lograr el efecto deseado, sino que resultaron contraproducentes: la corrupción alcanzó niveles inéditos, lo que no solamente tuvo consecuencias negativas para la vida cotidiana de los afganos, sino que instauró, en sus mentes, la idea de que un régimen democrático venía necesariamente de la mano con este tipo de prácticas. Además, esta interminable presencia militar estadounidense alimentó un ciclo de violencia y contribuyó a consolidar la capacidad de acción de grupos armados. Éstos encontraban ahí una razón de ser y un valioso argumento para reclutar y movilizar a seguidores cada vez que estos soldados extranjeros causaban muertes, voluntarias o colaterales, en su suelo.

En cuarto lugar, estas revelaciones remarcan que los ocupantes sucesivos de la Casa Blanca y su administración no dudaron en torcer la verdad para presentar la versión más afín a sus intereses, recurriendo a la mentira, el disimulo o la manipulación de los hechos cada vez que lo consideraban necesario.

En estos tiempos en que la desinformación se ha vuelto un motivo creciente de preocupación, no está de más recordar que estas versiones alteradas de la verdad también provienen de los más altos niveles. Sin embargo, el actual mandatorio estadounidense nunca falla en mantener esto muy presente en nuestras mentes.

Como último punto, uno tiene que constatar que, por escandalosas y perturbadoras que sean, estas revelaciones no han desencadenado reacciones a la altura de su contenido. ¿Por qué? Una agenda mediática saturada, la falsa percepción de que se trata de un problema lejano y, tristemente, una opinión pública ya anestesiada, ante la repetición de tantos actos indignantes.

* Profesor de tiempo completo del Tecnológico de Monterrey en Puebla, en la carrera de Relaciones Internacionales

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