¿Es posible abatir la corrupción?

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La corrupción en nuestro país es uno de los más dañinos antivalores hoy en día. La frase “El que no tranza no avanza” es el reflejo puntual de cómo esta práctica se ha alojado en lo más profundo de la sociedad en la que nos desenvolvemos, a tal grado que algunos la consideran como parte de nuestra cultura.

Reflexionar sobre su origen es remontarse a la época cuando la Corona llegaba a su fin en estas tierras y surgía un nuevo Estado. Tras la independencia de España, en el país ya existía una marcada desigualdad; el sistema de castas y clases novohispano había segmentado a la población, que ahora se enfrentaba a la necesidad de generar una identidad nacional. Pero las prácticas políticas y sociales del antiguo régimen se mantuvieron presentes, y quienes concretaron la Independencia habían sido beneficiados de tales prácticas.

En este país, hacer de los recursos públicos el tesoro privado ha sido la más lastimera de las convicciones que miles de funcionarios públicos emprendieron en diferentes etapas, desde el siglo XIX hasta nuestros días. Por lo tanto, el desarrollo de nuestra sociedad ha estado acompañada por la corrupción y la discrecionalidad, produciendo las graves consecuencias vistas hoy en día, donde sin cautela alguna el enriquecimiento es el fin.

Pese a que en cierto momento la corrupción fue más asociada a prácticas cupulares, la verticalidad de la corrupción permite su práctica en la base social, llevándonos a aceptarla.

Toda nuestra construcción de identidad como mexicanos se ha hecho acompañar de un sinnúmero de malos hábitos. Particularmente, la corrupción es aceptada y ejercida en todos los niveles del conjunto social. No es de ricos ni de pobres: la corrupción somos todas y todos.

Es claro que existe un debilitamiento estructural del Estado frente a la corrupción, en cuanto a la impunidad sostenida que gozan quienes cometen acciones de este tipo. Según el reporte “México: Anatomía de la Corrupción”, elaborado por María Amparo Casar, el porcentaje de delitos de corrupción cometidos pero que no son castigados, es del 95 por ciento.

Todos los mecanismos institucionales de control, o más bien quienes los detentan, cuya función es ser una oposición robusta a estas malas prácticas, no han omitido ser parte del problema; hablamos del sistema judicial, el de procuración de justicia, el Poder Legislativo, y la lista prosigue. Ante tal flaqueza, la ciudadanía encuentra un incentivo para perpetuar la práctica y permitir que, bajo ciertos contextos, la corrupción sea un tanto permisible.

Gustavo Rivera Loret de Mola, en el ensayo “Qué es la corrupción… según los mexicanos”, nos presenta “... cómo los mexicanos entendemos, vivimos y padecemos la corrupción a diario”, y la aborda a partir de tres enfoques: la corrupción de ellos, que se refiere a la que practican los políticos y los grupos de interés y de poder; la corrupción de nosotros, que ante la desigualdad de la mayoría de los mexicanos ante el grupo encumbrado, suele aceptarse como justa o al menos socialmente permitida; y la corrupción de todos, cuya implicación es aún más profunda, ya que hace de la corrupción un arraigo cultural en el que todos somos parte del problema, lo asumimos y eso justifica su práctica.

La Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental de Inegi de 2017, arrojó que en el estado de Puebla 94.7 por ciento de la población mayor a 18 años percibe que los actos de corrupción son frecuentes. La misma medición hecha en 2015 mostraba un porcentaje del 83.7; en dos años lo incrementamos 13.3 por ciento.

En los últimos años han existido esfuerzos alentadores de combate a la corrupción en México. Pese al amplio camino por delante, expertos en la materia concuerdan en algunos que deben fortalecerse para combatir este mal.

En primer lugar, atacar la impunidad. Que el Estado de derecho esté por encima de todo interés particular. Seguir alimentando la percepción del “no pasa nada” es un incentivo para seguir burlando la ley.

Homologar, en todo el país, la reelección de los cargos públicos de presidencias municipales y gobernadores, evitando el cortoplacismo y fomentando la rendición de cuentas.

Fortalecer los sistemas anticorrupción a nivel nacional y local es otra de las estrategias que deben realizarse para combatir este mal. La coordinación entre agencias, el diagnóstico de las debilidades institucionales, y crear una red institucional de obligaciones y responsabilidades claras para prevenir, detener y sancionar los actos de corrupción, puede y debe ser pilar del cambio.

La voluntad política es pieza fundamental de cualquier nuevo impulso para contrarrestar malas prácticas que afectan a toda la población. Ésta debe suplir la falta de confianza en la autoridad. Esa voluntad debe venir y presionar desde cada sector social, la sociedad civil y las estructuras políticas, con el objetivo común de acabar con la corrupción.

Finalmente, una ciudadanía activa es una condición sin la cual no es posible abatir la corrupción. Esto va desde convivir bajo el estricto apego a las reglas, hasta ejercer derechos sobre la plenitud de información, exigir la rendición de cuentas y denunciar la corrupción constantemente.

En el Consejo Ciudadano de Seguridad y Justicia, mediante el Centro de Integración Ciudadana habilitamos espacios de reporte y denuncia de estos actos a través de las tecnologías de la información. Confiamos plenamente en que, asumiendo los valores de la ciudadanía, seremos capaces no sólo de aminorar la corrupción, sino de generar condiciones para que las ausencias institucionales sean ocupadas por ciudadanía responsable.

* Director de Comunicación @CCSJPuebla 

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