Las huellas de la escritura

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Efrén CALLEJA MACEDO


Agosto 29, 2019

Las migas del lenguaje guían los pasos de los personajes que comparten angustias en El mal de la taiga (Random House, 2019), de Cristina Rivera Garza. En esta novela policiaca, el territorio, las pistas, los hallazgos y las crisis están siempre vinculados a la potencia —reveladora o confusa— de lo que los demás dicen, escriben, dibujan, traducen, leen o describen.

En ese universo textual deambula una detective convencida de que los casos sólo son resueltos por quien resiste los tiempos vacíos de la investigación, porque hace falta el don de la paciencia o algo más en qué ocupar el pensamiento, una cierta capacidad de distracción: “Un lugar interno o un lenguaje intransferible dentro del cual sea posible refugiarse”.

Esa detective toma el caso de una mujer prófuga porque siente “debilidad achacosa por formas de escritura que ya están en desuso: el radiograma, la taquigrafía, los telegramas”. Así que en cuanto toca el papel amarillento del telegrama enviado por la mujer que huye, empieza a soñar: “Las yemas de los dedos sobre las arrugas de la hoja. El olor a viejo. Algo guardado. ¿A quién se le hubiera ocurrido hacer algo así? A esos dos, por supuesto. De entre todos, sólo a ellos dos. ¿Desde qué lugar tan lejano en el espacio, tan lejano en el tiempo, había partido ese puñado de mayúsculas? Y, sobre todo, ¿qué habían saludado en realidad? ¿Qué cosa o cosas habían aceptado en sus vidas? Quise saber eso desde el inicio. Quise entender”. Ahí, duda de la claridad del lenguaje: “Cuando decimos adiós, ¿qué es lo que saludamos en realidad?”

La misma investigadora reconstruye la ruta de escape mediante los telegramas y las cartas que como Hansel o como Gretel, deja la perseguida “en cada oficina de correos o de telégrafos de cada sitio que dejaba atrás”.

“Ella es Gretel”, supone el hombre que le pide a la detective que busque a la prófuga. Pero la investigadora sabe que “tal vez es el leñador o la bruja o la mujer que quiere deshacerse de los niños para tener qué comer”. Porque en esta historia de desamor, los amantes sufren una transformación inversa a la de los cuentos de hadas: si el lobo feroz se suaviza al paso de las versiones, las personas se tornan más crueles.

Esa detective piensa —después de leer el cuaderno privado de la fugitiva— que se aprende poco leyendo diarios ajenos, porque más que cualquier libro, “se escriben en esa clave íntima capaz de evadir el entendimiento del lector y, a menudo, del escritor mismo”. A pesar de esta certeza, el reporte para el hombre que espera llena poco a poco “hojas y más hojas de un pequeño cuaderno de tapas negras”, e incluye comentarios líricos sobre la belleza del lugar: la flora, la fauna, los ruidos, las apariciones, todos los sentidos. Pero eso no lo dirá, porque al cliente le bastara saber “que avanzábamos con algo de dificultad” y “que preguntamos por ellos en cada campamento que encontrábamos bosque adentro.” Sólo eso escribirá en un informe que, a ciertas alturas, parecerá “más un diario íntimo que el tipo de texto destinado a recabar y ofrecer información exacta y objetiva”.

Le dirá, por ejemplo, que cuando ella escribe: “Les pregunté si tenían electricidad y ellos me respondieron mostrándome una vela encendida.” El lector debe considerar que la pregunta la había enunciado ella, en efecto, “pero que antes de recibir la respuesta, que tardó en llegar, el traductor tuvo que hacerme repetir la pregunta un par de veces y, luego, tuvo que enunciarla él también un par de veces hasta que los habitantes de la comarca de la última taiga pudieron entenderla”.

También reportará que tuvieron que esperar a que “el hecho de mostrar la vela encendida, “y el hecho de pronunciar a la vez las palabras: ‘no tenemos electricidad’ pasara por el entendimiento y, luego, por la sorpresa y, finalmente, por la incredulidad”.

Pero habrá cosas que la detective no puede comunicarle a su cliente, porque “es difícil imaginar lo que no se puede describir”. Si el idioma no ha dado forma a algo, esa presencia queda fuera de lo enunciable. Lo sabe ella, la que escribe novelas policiacas para narrar su rosario de fracasos; la misma que consigna durante toda la investigación la confluencia de los actos expresivos: “El traductor fue el que encontró el pedazo de papel con los dibujos hechos a lápiz. El traductor fue el que lo trajo, alborozado, pero guardando todas las expresiones para sí, hasta la cabaña”. El intérprete, el folio, las ilustraciones, el lápiz, el entusiasmo, la simulación… esas migajas del lenguaje que le hacen creer que alguien “que envía mensajes desde cada lugar que deja atrás era alguien que quería ser encontrado”.

En ···LEM··· creemos, como lo enuncia la detective, que “todos llevamos un bosque dentro, en efecto. Kilómetros y kilómetros de abedules, abetos, cedros. Un cielo gris. Las cosas que no cambian”. Y en algún momento huiremos hacia ese lugar mientras dejamos nuestras escrituras como huellas.

*Centro de producción de lecturas, escrituras y memorias (LEM)

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